Punto 1: Uno de los principales mitos del modernismo es la idea del progreso. Según este, la linea temporal histórica sigue un desarrollo constante y ascendente, y por tanto, somos considerablemente más civilizados que, pongamos por caso, hace cuarenta años. Esta manera de entender la historia tiene evidentes puntos fuertes -no nos morimos por culpa del escorbuto y las mujeres podemos votar en una gran cantidad de países-, pero también puntos débiles. Y a eso, queridos lectores, se le llama involución.
Punto 2: Vivimos en una ciudad que progresa adecuadamente. Ese es el pensamiento habitual que tenemos los ciudadanos que habitamos Barcelona. Nuestra morada está bien, sufre un poco la crisis pero hay actos culturales, civismo a punta pala y a la gente le gusta porque es una ciudad amable, un poco cara, pero cosmopolita, abierta y que mira al mar.
Ah, el mar.
Hace menos de un año, el cambio de gobierno en Catalunya y la capital paralizó uno de los planes urbanísticos más importantes de la última década. Después de la remodelación que supusieron las olimpiadas y la puesta a punto del Fòrum, los últimos tres años habían significado la preparación para la apertura del Paralelo al mar y la reestructuración completa del puerto y la zona Franca. Las señales estaban todas ahí: el ayuntamiento había apoyado la reapertura del Molino, se hablaba del Paralelo como de un boulevard afrancesado, y se habían instalado negocios que apuntaban a la gentrificación del barrio de Poble Sec.
Y entonces cambió el gobierno.