«¿Te gusta la comida étnica? Conozco un restaurante escocés fabuloso». Es probable que los adolescentes Cameron Ford y Adam Welland no supieran de la anécdota retratada en la película Luna de Avellaneda, pero eso no les impidió emularla y acabar cenando en un Macdonald’s del municipio de Kingston (Londres). Pero no se trató de una visita normal de dos chavales a un fast food, no. Los chicos, que son pareja, quisieron tener una verdadera cita, así que después de ponerse sus mejores galas se presentaron dispuestos a pasar una velada romántica, para lo que llevaron sus propios manteles, cubiertos y velitas para la ocasión. A los responsables de ese Macdonalds no pareció hacerle ninguna gracia, por lo que les pidieron que abandonaran el local repetidas veces, aduciendo que era una burla y no estaban actuando responsablemente. Cuando los chicos se negaron a marcharse y anunciaron que sólo querían «traer un poco de clase al sitio», varios clientes les apoyaron, y acabaron su cena-happening con todo el ceremonial correspondiente. El evento quedó bien reflejado en sus cuentas de twitter y se convirtió en un fenómeno en las redes.
Lo que hicieron Ford y Welland es un caso más de los nuevos modelos de terrorismo cultural y recochineo ante la autoridad corporativa. En este caso, se trató de un «fast-food hacking», una protesta-espectáculo ante las políticas de las cadenas de comida basura. Sin adscripción ideológica concreta, una acción individual y única se diseminó inmediatamente por el poder subversivo de la imagen, independientemente del mensaje que realmente quisieran emitir los que urdieron la acción. En un acto así, el consumidor plantea una suerte de espejo paródico, que deja en evidencia prácticas dudosas, maneras de hacer poco claras o, simplemente, al status quo en sí.