Cuando estudiamos con ISIS

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Foto: Mohammed Emwazi, criado en el noroeste de Londres.

 

El trabajo era más o menos sencillo. Se trataba de encontrar una buena historia y realizar un reportaje. Teníamos veintipocos años, era el año 2000, vivíamos en Londres y estudiábamos periodismo. Intentamos grandes gestas, tocamos muchas puertas y se abrieron algunas pocas. Ahí aprendimos una de las primeras lecciones: empieza con lo que tengas más cerca.

Yo me fui a entrevistar a miembros de las Brigadas Internacionales, Eri Tsukuda hizo un gonzo sobre una secta pagana y Daniel Schearf empezó con lo que realmente tenía más cerca: nuestra universidad. Corría el año 2000 y todavía existían las torres gemelas, se fumaba en los bares y no había redes sociales. Acabábamos de vivir una polémica sin que realmente nos tocara y Daniel tiró de ahí: una de las dos asociaciones musulmanas de estudiantes repartía folletos en la puerta de la universidad en protesta por no dejarles usar el espacio común estudiantil -la Student Room- para rezar. El argumento del decanato para oponerse era claro: la universidad era un espacio libre de expresiones religiosas, y la sala era de uso compartido.

Daniel investigó a las dos asociaciones, formadas exclusivamente por estudiantes británicos -generalmente de la zona cercana a la universidad, situada en Harrow-, todos de clase media y mayoritariamente de ascendencia árabe. El representante de una de las asociaciones admitió que obtenían financiación de Hizb ut-Tahrir, la organización internacional pan-Islámica que ha sido definida como una “autopista directa” hacia el terrorismo y cuyo líder Ata Abu-Rishta, años más tarde, abogó en un discurso por la «destrucción» de los hindúes en Cachemira, los rusos en Chechenia y los judíos en Israel.

Pero entonces era el año 2000 y lo que ahora relato fue el trabajo de un estudiante de periodismo en una universidad a las afueras. Todavía se alzaban unas torres gemelas, se fumaba en los bares, no existían las redes sociales. El sindicato de estudiantes del Reino Unido no había emitido aún su petición de prohibir a Hizb ut-Tahrir en los campus. Nuestros compañeros de facultad aún no se habían alistado a degollar periodistas.

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Hoy recuerdo el césped y la universidad y a todos los compañeros y se me ocurre que si un estudiante de periodismo de veinte años era capaz de atar tres cabos -los reclutados en occidente suelen ser del país dónde perpetran los atentados, de clase media, están formados, tienen estudios-, por qué se empeña una parte de la opinión pública en hacer exactamente lo contrario.

El hueco en el corazón

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Coney Island, Garry Winogrand

Igual mucha gente no lo entiende, igual a la mayoría les parece frívolo, pero yo me acuerdo de cuando comíamos fuera de casa. Es de esas cosas que casi ni se notan, nunca hubo un día en que nos diéramos cuenta, fue uno de esos lujos que desaparecieron. Ya sé, con la que está cayendo, qué tontería.

Mi amiga escribe un artículo sobre nuestro mundo hace tres años y he estado a punto de no leerlo. Es una estrategia que aprendimos  muy lentamente, pero una vez que se instaló no hubo vuelta atrás. No mirar, no leer, no decir. Si lo nombras, existe. Si lo relatas, pasó. Porque una vez ella escribió sobre el hueco que deja el hueso de las cerezas en el lugar del corazón y después quién olvida eso, eh, quién lo olvida.

El hueco.

Una vez nos subimos a ese barco oxidado, el del fondo, y miramos cómo se iban los turistas del puerto, esas cosas hacíamos, como adolescentes, o sí, no sé, no te sabría decir. Cruzamos el puente, olía a higuera, a sardinas, a todas esas cosas a las que huele cuando uno está bien, o está vivo, o al menos no está muerto porque las cosas huelen. Así éramos, así nos iba.

Se lo cuento a otra amiga y hace un chiste. Cuando se instaló esto que a veces llamamos el aire de posguerra, esta otra amiga, ingeniosa, dijo: «Cómo no va a haber libros de zombis, es literatura realista». Me río. A veces pienso que nos pagan por el ingenio. A veces ni eso.

Comíamos fuera, de vez en cuando, y los amigos estaban en la misma ciudad. No había mapas de suicidios, pienso, alguien tiene que hablar de los suicidios, y de todas esas muertas, cada vez más, y de la valla en Melilla, y de por qué Catalunya tiene el récord en órdenes de deshaucios. Pero entonces pienso en el hueco, en qué se hace con el hueco, cómo hacer para no mirarlo de frente, cómo hacer otro chiste para dejar pasar todo y poder hablar sobre todo lo demás.

Y entonces pienso en cuando comíamos fuera y no sé si nos metimos en casa o nos echamos a la calle porque nos hicimos mayores, o porque vino el apocalipsis o porque la clase media se empobreció y ahí sí que nos manchamos o porque todas aquellas personas que echo de menos se fueron de la ciudad. Algún analista hablará del exilio interior sin saber de su color parduzco, de la miseria de la falta de risa, pero olvidarán el hueco en el lugar del corazón.

Hoy durante un momento me he acordado de todo aquel vocabulario que perdimos, los vasos de cristal a mediodía, el olor a higuera, las tardes sin hacer nada y sin culpa, sólo viviendo. Hoy no quiero hablar de lo que vino después. Queda el hueco. De lo otro no quiero hablar.

(publicado en eldiario.es)

Activismo fuera de foco

 

Pussy Riot: María Aliójinam, Yekaterina Samutsévich y Nadezhda Tolokónnikova

Nada ama más la opinión pública que un relato que acaba bien. Y ninguno parece haber acabado tan bien como el caso de Rusia contra Pussy Riot.

En los últimos días, hemos asistido a la liberación de Nadia Tolokonnikova y Maria Aliojina, conocidas mundialmente por ser miembros del citado colectivo punk feminista, tras ser arrestadas, acusadas, juzgadas y encarceladas por vandalismo y alteración del orden social. Después de cumplir casi dos años de cárcel en condiciones muy duras, se beneficiaron de la amnistía decretada por el Gobierno, en un intento de lavado de cara internacional antes de los Juegos Olímpicos de Invierno.

Durante estos dos años, la atención mediática occidental fue constante, lo que pareció ayudar a su liberación: multitud de organizaciones y organismos internacionales apoyaron su causa y recibieron mensajes de estrellas como Madonna, Björk o Patti Smith, entre muchos otros. Durante estos dos años, además, se gestó un documental en HBO, Pussy Riot: a Punk Prayer, y ahora aparece el manifiesto-colaje de las Riot «Desorden púbico. Una plegaria punk por la libertad»(Malpaso), para que entendamos qué es y qué defiende exactamente el colectivo.

Un relato que acaba bien

Podríamos añadir, entonces: nada ama más la opinión pública que un relato que acaba bien, y lo mismo pasa con la industria cultural. Sólo que hay que aclarar que el relato de la liberación de las Riot no es unívoco, ni siquiera ha supuesto demasiado para la situación interna rusa, al menos de momento.

Las activistas habían cumplido prácticamente la totalidad de unas condenas por cargos criminales que no eran tales cuando llegó la amnistía, y se beneficiaron de lo que ya se conoce como «liberaciones mediáticas», que incluyeron también a 30 activistas de Greenpeace. La puesta en libertad llegó, como el indulto a muchos otros, como una medida de gracia, dispuesta a suavizar la imagen del Gobierno en el exterior.

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Otras familias son posibles (también en la ficción)

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En uno de los ensayos más interesantes este año¿Dónde está mi tribu?Carolina del Olmo nos pone en alerta sobre la férrea mirada a la que nos hemos acostumbrado en temas de crianza. ¿Por qué nos sentimos solos al criar a los hijos? ¿Por qué, además, en los espacios que hay de socialización y puesta en común sobre la maternidad también en muchas ocasiones se nos culpabiliza?

Estas preguntas, curiosamente, parecen estar dándose también fuera del ensayo contemporáneo. En estos últimos meses hay algunos libros que, desde la ficción, parecen dialogar con estas (y otras) preguntas que plantea Del Olmo.

Sin ir más lejos, Blackie Books publica este mes The Stud Book (El libro del semental), que versa sobre cuatro mujeres residentes en Portland y sus diferentes posiciones frente a la maternidad. El que esté afilando el colmillo para atacar un panfleto moderno banal, que aguante la bilis. The Stud Book es una novela divertida y con ritmo sobre unas mujeres y sus recursos vitales ante la idea de ser madres: está Susan, que quiere tener hijos, no se queda embarazada y aún así, tiene que enfrentarse diariamente a la frustración de investigar sobre el apareamiento de animales en el zoo.

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Aquello que conocimos como A.M.O.R.

Un lunes cualquiera en la masión Gaga

El amor está en boca de todos y ni siquiera es primavera. Das un bandazo y hay alguien hablando de amor. Se habla del amor que cura, del amor que enferma. Del amor que te saca de ti mismo, del que te ensimisma. Del amor de madre, del amor de hijo, del amor a Dios, del amor erótico, del amor romántico, del amor fatal. Se publican ensayos que analizan el amor (Por qué duele el amor, de Eva Illouz; Un nuevo amor,de Mercedes de Francisco) y novelas que lo desmitifican(Romanticidio, de Carolina Cutolo). Se deconstruye el amor monógamo (poliamor) y se reinterpreta su significado (#hamor).

Esta semana, sin ir más lejos, las IV Jornadas Filosóficas de Barcelona se presentan bajo el lema ‘Amor subversivo’, con ponentes de la talla de la filósofa Catherine Malabou, la socióloga Eva Illouz, el escritor Eloy Fernández Porta y el director de cine Ulrich Seidl. En ‘Amor subversivo’ se pondrá sobre la mesa qué es el amor, ¿una emoción, un modo de percepción, un pensamiento, una práctica? Se plantea la pregunta, además: ¿cuál es actualmente su fuerza subversiva, a nivel subjetivo y colectivo? Siguiendo el hilo de las jornadas, analizamos algunos de los discursos contemporáneos del amor.

1. El amor mola (como potencia disruptiva). ¿Cómo no va a gustar el amor? Te genera euforia, te altera, te saca de ti mismo y, si juegas bien tus cartas y das de beber a quien tienes delante, te da placer. Pero el amor tiene también una capacidad alteradora y subversiva, de ahí el título de las jornadas. Según esta visión, el amor puede romper la jerarquía y el orden social (que les pregunten a Romeo y Julieta), es igualitario (nos pasa a todos) y trasciende fronteras.

El amor es el vínculo social, el pegamento que nos une y que puede sacar lo mejor de la comunidad en momentos difíciles. Pero el amor es también disruptivo para nuestro propio cuerpo y cerebro. Según Catherine Malabou, “el afecto, de alguna manera, lo despierta y lo revela. Podemos hablar, entonces, de una verdadera sexualización del cerebro”. El amor nos chala a todos, neuronas incluidas.

2. Pero el amor duele. Siempre ha dolido. No eres tú solo escuchando canciones malas a las tres de la mañana con una botella de algo intragable en el sofá. El amor duele universalmente, en su totalidad, siempre. No hay amor inocuo ni profiláctico. Hay muchas razones para explicar esto –la falta de correspondencia, la proyección del deseo, la anticipación…–, pero la socióloga Eva Illouz va más allá y pone sobre el tapete lo siguiente: el amor no sólo duele, sino que en nuestra cultura secular nos humilla porque no estamos dispuestos a aceptar ese dolor.

A diferencia, por ejemplo, del amor cortés en el medioevo, cuando el sufrimiento era una prueba de identidad y un rito de paso cultural que fortificaba, ahora el dolor y la debilidad no se contemplan en una cultura utilitaria como la nuestra, que va en busca del placer. Así, si algo duele, es inútil, mina nuestro sentido del ser y debe ser descartado.

La clásica frase de tu amigo/a “tú no tienes por qué soportar esto” es estrictamente contemporánea, y hemos creado los mecanismos para contrarrestar esta sensación. Si el amor duele (y siempre duele), nuestra cultura nos enseña a pasar de ese amor y generar otro.

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La nueva fórmula: chica joven + estereotipo cultural = polémica

Infografía Twerking

Infografía Twerking.

Hubo un tiempo en el que nos gustaban las galas porque ofrecían una ocasión inmejorable para comparar vestidos de lentejuelas, ver quién agradecía a su representante y comprobar quién iba tan colocado de pastillas que ni se inmutaba cuando perdía o ganaba un galardón. ¿Alguien se acuerda? Daba igual que fueran los VMA, los de MTV o los Grammy. Eran galardones de la industria musical, no hacía falta saber mucho más.

Pero en los últimos meses se ha ido instaurando una nueva fórmula. Es sencilla pero efectiva y dice así: chica joven + estereotipo cultural = polémica. Y de repente, todos empezamos a distinguir qué pasó, cuándo, dónde, y de un día para otro, teníamos todos una opinión sobre qué demonios está intentando hacer Miley Cyrus esta vez, eh, qué demonios.

Esto tiene que ser ofensivo para alguien

En cinco minutos y con unas bragas color carne, Miley Cyrus nos introdujo en el twerking[Wikipedia: un tipo de baile donde el bailarín, normalmente una mujer, sacude las caderas en un movimiento de rebote arriba-abajo que provoca que sus glúteos tiemblen]. Y parecía que era cosa de ella, pero poco después nos enteramos de que era un baile de origen africano, readaptado e introducido en Estados Unidos desde Nueva Orleans. Aquí se reabrieron los debates: ¿era empoderamiento?, ¿era machismo?, ¿era racismo o que molaba?, ¿a quién ofendía y por qué?

El asunto se habría quedado en anécdota si no fuera porque Katy Perry tomó ejemplo y sacó todo su arsenal en forma de barroco asiático en los Premios American Music Awards.

Enfundada en un supuesto kimono –que en realidad era una versión del traje chino cheongsam, modificado para enseñar muslo y pechuga–, su espectáculo recorría varias ceremonias niponas, cultura sobre la cual había declarado días antes: “Estoy obsesionada con esa gente, los amo, son tan monos que me gustaría quitarles la piel y llevarlos puestos como si fueran un Versace”. Frase que, intencionadamente o no, define exactamente la naturaleza del apropiacionismo cultural en el pop.

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Al otro lado del arcoiris

«Al otro lado del arcoíris el cielo es azul», dice la versión chill out de la canción y tintinean las copas y suena la música en medio de una fiesta preciosa, y la música suena tan relajante, tan sedante, y aun así, su violencia. No es violenta, tía, es triste, dice alguien, y yo quiero decir no, es violenta, no lo ves, acaso no te das cuenta. Por qué lo ves así, por qué esta canción en medio de esta fiesta se te tiñe de sangre, estás loca, no ves que es bonita, no es nada más, como mucho un poco melancólica y ya, no lo ves, cómo no lo ves.

Al fondo de la fiesta, una pareja de guapos. Ella lleva un vestido largo, él una camisa bien planchada y me fijo en ellos solamente cuando me doy cuenta de que ella baja un poco la cabeza y llora. Le caen las lágrimas, ni siquiera solloza. Mira al suelo mientras él le habla tranquilamente, con mucha suavidad, no deja de hablar en ningún momento. La canción no me deja oír lo que le dice, sólo veo que ella llora y llora, y ni siquiera aparta las lágrimas con la mano. Igual si seguimos aquí mirando se forma un charco. Al cabo de un rato, él, muy suavemente, le agarra la muñeca con dos dedos y tira de ella. La chica se sienta. O más bien, deja que la sienten.

Qué pareja bonita, qué canción bonita, qué momentos tristes.

Pasa una rubia de labios escarchados y sirve champán francés a cuenta de la casa y esto pasa aquí, ahora, y del otro lado el cielo es azul, se supone, del otro lado. Qué hay del otro lado, pregunta alguien, qué hay del otro lado, ¿preguntas o afirmas?, qué cosas tienen las paredes, que a la vez separan y contienen, qué cosas tienen.

Qué cosas tienen las vallas, llenas de cuchillas, igual si nos quedamos mirando se forma un charco, qué noticia triste, o será violenta, o qué será, y ella llora y nadie se mueve, debes de ser tú, que estás loca, y nadie se mueve.

Publicado en Eldiario.es el 23 de noviembre

La red abierta o como son las cosas en realidad gracias a guifi

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Topicazo al canto: lo primero que me viene a la cabeza cuando empezamos a hablar de guifi es una escena de película de ciencia ficción. Cualquiera. Pero especialmente una en la que el gurú dice “¿y si la realidad no fuera como tú crees?” y el protagonista pardillo mirara, atónito, a su alrededor. En esta historia yo soy la pardilla y Efrain Foglia, de la red abierta guifi.net es el gurú, desvelándome que hay un mundo más allá de mi módem.

La historia se explica así: cuando se comenzaron a crear las conexiones entre ordenadores más o menos como las conocemos ahora, esto se hizo por cable, en lo que se llaman Local Area Networks (o LANs). Para que nos entendamos: las intranets que todos hemos usado trabajando en oficinas:ordenadores conectados entre sí, con posible acceso a internet, pero en redes privadas y seguras, que las protegían del acceso externo.

Estas LANs u ordenadores interconectados en red en un momento dado pudieron evolucionar y usar tecnología wireless: dejaron de lado el cable y gracias a un protocolo de red que se considera pionero y revolucionario por su utilidad, el 802, se interconectaron con wi-fi. ¿Y cómo lo hicieron?Aquí es cuando la historia gana interés: a través del espectro electromagnético, es decir, de las microondas.

Imaginen que nuestra atmósfera es un gran pastel y que el pastel está troceado: el espectro electromagnético tiene muchos canales (o frecuencias) por donde se pueden transmitir datos a través del aire. Ese espacio por dónde transmiten las radios y los canales de televisión está enteramente regulado y tiene una frecuencia propia por la que estos canales necesitan licencia para emitir. Lo mismo con las frecuencias inalámbricas de internet. Son como autopistas por dónde circulan los datos, y si te cuelas en la frecuencia de otro, eres pirata. Es ilegal, vaya. Sigue leyendo

Teenage: la invención de la adolescencia

Jon_Savage-adolescentes_EDIIMA20131015_0634_13«¿Por qué no puedo salir cada noche si quiero? ¿Qué se supone que debo hacer, quedarme metida en casa, tirada en el sofá?». Esta frase no te la inventaste tú, sino tu abuela. O, posiblemente, tu bisabuela. Parece mentira, ¿eh? No solo la idea de que tu abuela fuera rebelde y contestataria, sino que su generación fuera la que acuñó todo aquello que creemos nos representa o nos representó en algún momento.

La juventud, la libertad y la rebeldía adolescente que solo te pertenece a ti es anterior a tu tiempo. Es tan anterior que tiene sus propias reglas, gestadas a finales del siglo XIX, y consolidadas a mitad del siglo XX, con la Segunda Guerra Mundial. Es decir: la adolescencia tiene su propia cronología, que puede recorrerse. La originalidad, la pureza de carácter, el odio a lo adulto…todo existe desde hace tiempo. Esta es la premisa de Teenage, el documental dirigido por Matt Wolf, que se presenta en el Festival In-Edit este mes, basado en el libro de Jon Savage del mismo nombre. Siguiendo los testimonios de diferentes adolescentes entre 1875 y 1945, recorre un lenguaje tan cercano que podemos establecer los puntos que hicieron que ese estado entre la infancia y la edad adulta acabara convirtiéndose en el motor generador de identidad más importante de nuestros tiempos.

1. El momento de tránsito como momento productivo: Lo difícil de la primera juventud aparece con la propia definición. ¿Qué es un adolescente? No es un niño ni se le trata como tal, pero tampoco es un adulto. ¿O sí? La historia ha enseñado como el cuerpo adolescente es problemático incluso para cercarlo a la producción. Con la Revolución Industrial, la popularización del trabajo infantil creó obreros adolescentes, con todos los deberes del trabajador y ninguno de sus derechos. Tras la prohibición del trabajo entre los menores, éstos fueron carne de ejército. Las guerras mundiales se nutrieron de menores de 22 años y para ellos hubo que crear un discurso convincente: el adolescente importa y puede cambiar el mundo. Este eslogan que a todos nos suena ya era popular a principios de siglo XX.

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La cosificación de la protesta

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«¿Te gusta la comida étnica? Conozco un restaurante escocés fabuloso». Es probable que los adolescentes Cameron Ford y Adam Welland no supieran de la anécdota retratada en la película Luna de Avellaneda, pero eso no les impidió emularla y acabar cenando en un Macdonald’s del municipio de Kingston (Londres). Pero no se trató de una visita normal de dos chavales a un fast food, no. Los chicos, que son pareja, quisieron tener una verdadera cita, así que después de ponerse sus mejores galas se presentaron dispuestos a pasar una velada romántica, para lo que llevaron sus propios manteles, cubiertos y velitas para la ocasión. A los responsables de ese Macdonalds no pareció hacerle ninguna gracia, por lo que les pidieron que abandonaran el local repetidas veces, aduciendo que era una burla y no estaban actuando responsablemente. Cuando los chicos se negaron a marcharse y anunciaron que sólo querían «traer un poco de clase al sitio», varios clientes les apoyaron, y acabaron su cena-happening con todo el ceremonial correspondiente. El evento quedó bien reflejado en sus cuentas de twitter y se convirtió en un fenómeno en las redes.

Lo que hicieron Ford y Welland es un caso más de los nuevos modelos de terrorismo cultural y recochineo ante la autoridad corporativa. En este caso, se trató de un «fast-food hacking», una protesta-espectáculo ante las políticas de las cadenas de comida basura. Sin adscripción ideológica concreta, una acción individual y única se diseminó inmediatamente por el poder subversivo de la imagen, independientemente del mensaje que realmente quisieran emitir los que urdieron la acción. En un acto así, el consumidor plantea una suerte de espejo paródico, que deja en evidencia prácticas dudosas, maneras de hacer poco claras o, simplemente, al status quo en sí.

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