El suelo de la librería es de madera. Quedan pocos suelos de madera en las librerías, pienso. Casi nadie se decanta por suelos de madera en una librería ahora porque se cree que el crujir distrae al potencial cliente. Tonterías. Precisamente ese es el sonido que te acerca al libro. Ese y el acompasamiento de otro lector que, cerca de uno, examina en una estantería los lomos de los ejemplares. Cuando tú te mueves el otro lector se mueve. Chocas. Pides disculpas, silenciosamente. Te duele la nuca de leer lomos de lado. Todas esas cosas son las que hacen de una librería, una librería.
También hay cosas que te acercan a la literatura.
De todas esas cosas, casi nunca un acto literario forma parte de ellas. Lamentablemente. Los cócteles de presentaciones de libros sirven para ver cómo visten unas y a quién se arriman otros. Los premios literarios hacen la función de sacar a la luz rumores sobre sustanciales adelantos y quinielas malpensadas sobre los triunfadores y perdedores. Las fiestas editoriales sirven para promocionar a la casa. Pero literatura, poca.
La excepción fue un acto literario en una librería con suelo de madera. La excepción fue el homenaje al traductor Miguel Martínez Lage, fallecido el pasado abril. Allí estaban sus amigos, compañeros de profesión, colaboradores habituales y compinches.
Estaba Enrique Vila-Matas, que habló de la amistad, Samuel Johnson y de un cuento de Juan Benet, en el que un joven siempre se va de una conferencia antes de que esta acabe y el que la da nunca sabe como acabarla. Habló de la llamada “intriga de las naranjas” de Johnson, dónde hay un secreto que concierne a las mondas de naranja y a la mermelada de naranja que es imposible reproducir aquí pero que en el libro se entiende perfectamente, especialmente si lees a Boswell. Leyó un preciosísimo poema de Rimbaud: “tendré oro, seré ocioso y brutal”.