La foto

La niña ya habla. Hace tiempo que habla con esa voz de lata que tienen los niños. La miro acercarse como un pajarito y me acuerdo de cuando nació. Alguien hizo una foto con una cámara digital y aparecemos las dos. Yo la sostengo con las mangas de mi jersey azul, ella era tan pequeña.

La niña ya habla y me pide una foto. Nos hemos pintado los labios y quiere verse. Apunto el móvil hacia ella, hace click y se lo enseño. Ella examina su foto y se va, trotando despreocupadamente hacia otro lado.

La niña crece contemplándose sin mirarse como algo natural. Levanto la vista de su rostro en mi móvil y pienso que cuando yo tenía su edad las fotos eran algo preciado y caro a partes iguales. Para todo lo demás estaba el espejo. Me pregunto cómo cambiará la mirada de alguien al poderse contemplar constantemente haciendo cosas, sin mirarse directamente a los ojos, sin tener la propia mirada inquisitiva del reflejo.

* * *

Alguien me dio un consejo una vez que no entendí hasta hace bien poco. No escribas para un lector en concreto. No escribas para nadie al que ames u odies. No escribas desde el corazón, y a ser posible, no escribas desde la víscera. Porque pasado el fervor piensas que no queda nada, y sí queda, sí. Una vez ha cedido la pasión -o lo que sea-, queda la letra. Y cuando lees algo escrito bajo ese fervor, es como abrir los ojos y encontrarse solo en medio de una habitación tras un orgasmo, con los pantalones bajados y la ropa interior manchada: al principio no te reconoces, y te puede dar un poquito de vergüenza.

No hay que escribir para nadie en concreto, nunca. Un día lo vi. Y en ese instante volvió, como única posibilidad, el refugio, la cueva, la habitación interior. Cada uno lo llama como puede o quiere. Es ese lugar dónde lo único factible es enfrentarse al espejo y, a partir de ahí, la honestidad de ver, imaginar, de lo que sea.

* * *

Alguien cuelga un retrato de sí mismo en una red social. Tiempo después le encuentro por la calle. Hablamos un rato. Bueno, en realidad yo no hablo, habla él. En su monólogo me pregunta qué creo yo que piensa la gente sobre algo que acaba de hacer.. ¿Tú cómo crees que me ven? Entiendo la pregunta, claro: busca un reconocimiento, nos pasa a todos. Hago una pausa y le sonrío. Él se siente protagonista, pienso. Su interacción con los demás es de protagonista. Recuerdo la autofoto -autofoto, ese concepto que hace un tiempo no existía- y le doy vueltas a la idea del reconocimiento. Me doy cuenta que él imagina, él cree saber qué piensan los demás en este pequeño entramado social. Peor, cree conocer lo que quieren y lo que le exigen en ese entramado. Pienso en toda esa energía, ¡toda esa energía! destinada en pensar exclusivamente en eso. ¿Cómo me ven? Reflexiono sobre cómo es la interacción con esa persona, y en qué pasó con los secundarios de nuestras vidas. Dónde quedaron los secundarios, dónde quedó el paso del tiempo ahora que tantas cosas nos insisten en ser circulares, en no desaparecer.

Claro, la relación entre dos personas o en un grupo social se ha convertido para muchos en algo unilateral. Si a mí me pasa esto, y lo enseño, es que esto es importante. Pero, ¿para quién? Y, ¿cómo modifica eso todo lo que nos rodea?

Cuando me despido me doy cuenta de que esa persona escribe, crea y piensa para esa plaza, tan pequeña. Lamentablemente. Cuando le lea, vea o escuche, apreciaré su esfuerzo y, si lo hay, el virtuosismo. Pero no sé si mucho más. Porque hay una gran diferencia entre gustarse en una foto y mirarse al espejo. Y hasta los niños entienden esa diferencia.

Publicado originalmente en Nativa.

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